Homilía del Papa San Juan Pablo II en Pascua

Homilía del Papa San Juan Pablo II en Pascua

«No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado» (Mc 16,6).

Al alba del primer día después del sábado, como narra el Evangelio, algunas mujeres van al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús que, crucificado el viernes, rápidamente había sido envuelto en una sábana y depositado en el sepulcro. Lo buscan, pero no lo encuentran: ya no está donde había sido sepultado. De Él sólo quedan las señales de la sepultura: la tumba vacía, las vendas, la sábana. Las mujeres, sin embargo, quedan turbadas a la vista de un «joven vestido con una túnica blanca«, que les anuncia: «No está aquí. Ha resucitado«.

Esta desconcertante noticia, destinada a cambiar el rumbo de la historia, desde entonces sigue resonando de generación en generación: anuncio antiguo y siempre nuevo. Ha resonado una vez más en esta Vigilia pascual, madre de todas las vigilias, y se está difundiendo en estas horas por toda la tierra. 

  1. ¡Oh sublime misterio de esta Noche Santa! Noche en la cual revivimos ¡el extraordinario acontecimiento de la Resurrección! Si Cristo hubiera quedado prisionero del sepulcro, la humanidad y toda la creación, en cierto modo, habrían perdido su sentido. Pero Tú, Cristo, ¡has resucitado verdaderamente!

Entonces se cumplen las Escrituras que hace poco hemos escuchado de nuevo en la liturgia de la Palabra, recorriendo las etapas de todo el designio salvífico. Al comienzo de la creación «Vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno» (Gn 1,31). A Abrahán había prometido: «Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia» (Gn 22,18). Se ha repetido uno de los cantos más antiguos de la tradición hebrea, que expresa el significado del antiguo éxodo, cuando «el Señor salvó a Israel de las manos de Egipto» (Ex 14,30). Siguen cumpliéndose en nuestros días las promesas de los Profetas: «Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis…» (Ez 36,27). 

  1. En esta noche de Resurrección todo vuelve a empezar desde el «principio»; la creación recupera su auténtico significado en el plan de la salvación. Es como un nuevo comienzo de la historia y del cosmos, porque «Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto» (1 Co 15,20). Él, «el último Adán«, se ha convertido en «un espíritu que da vida» (1 Co 15,45).

El mismo pecado de nuestros primeros padres es cantado en el Pregón pascual como «felix culpa«, «¡feliz culpa que mereció tal Redentor!». Donde abundó el pecado, ahora sobreabundó la Gracia y «la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular» (Salmo resp.) de un edificio espiritual indestructible.

En esta Noche Santa ha nacido el nuevo pueblo con el cual Dios ha sellado una alianza eterna con la sangre del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. 

  1. Se entra a formar parte del pueblo de los redimidos mediante el Bautismo. «Por el bautismo -nos ha recordado el apóstol Pablo en su Carta a los Romanos- fuimos sepultados con Él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6,4).

Esta exhortación va dirigida especialmente a vosotros, queridos catecúmenos, a quienes dentro de poco la Madre Iglesia comunicará el gran don de la vida divina. De diversas Naciones la divina Providencia os ha traído aquí, junto a la tumba de San Pedro, para recibir los Sacramentos de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Entráis así en la Casa del Señor, sois consagrados con el óleo de la alegría y podéis alimentaros con el Pan del cielo.

Sostenidos por la fuerza del Espíritu Santo, perseverad en vuestra fidelidad a Cristo y proclamad con valentía su Evangelio. 

  1. Queridos hermanos y hermanas aquí presentes. También nosotros, dentro de unos instantes, nos uniremos a los catecúmenos para renovar las promesas de nuestro Bautismo. Volveremos a renunciar a Satanás y a todas sus obras para seguir firmemente a Dios y sus planes de salvación. Expresaremos así un compromiso más fuerte de vida evangélica.

Que María, testigo gozosa del acontecimiento de la Resurrección, ayude a todos a caminar «en una vida nueva«; que haga a cada uno consciente de que, estando nuestro hombre viejo crucificado con Cristo, debemos considerarnos y comportarnos como hombres nuevos, personas que «viven para Dios, en Jesucristo» (cf. Rm 6, 4.11).

Amén. ¡Aleluya!

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